miércoles, 18 de agosto de 2010

Buy some time


Sin dar más detalles, seis días en Florida no parece tampoco algo digno de mención. Si añado el detalle de que he visitado a mi hermana, y si a eso le sumo que hacía diecisiete años que no nos veíamos, entonces, claro es que este hecho debe eclipsar cualquier otro que haya sobrevenido a lo largo de este último año. Y así es. Diecisiete años en que no supe cuán grande era el agujero que su ausencia dejó en mi corazón. Seis días para conocer el alcance del mismo y para que ese agujero cerrara, colmatando en una lágrima en mis ojos con su solo recuerdo.

A pesar de que el problema del idioma y mi falta de uso del inglés básicamente, nos robó tres días enteros de los seis, tres días preciosos que no recuperé salvo en la necesidad imposible de haber prolongado mi estancia. Pero, ¿Cúanto habría querido prolongar mi estancia? Seguramente no habría sido capaz de marcar un fin diáfano en mi necesidad de disfrutar de ella. Seis días en los que volvimos a ser los que fuimos cuando adolescentes, pero envueltos ya, en una inevitable vida de adultos. Seis días en los que nos hemos reído, más hemos llorado, pero sobre todo, nos hemos abrazado, a veces con las palabras, siempre con las miradas y a menudo físicamente. Seis días en los que he conocido a mis sobrinas, Mia y Tatiana. Dos seres dulces de siete y cinco años que me han hecho adorar los niños. Que he vuelto a ver los ojos azules de mi hermana y sus hijas. Sus sonrisas idénticas y su gran sensibilidad. Seis días para darme cuenta de que, tal y como dice el tango, quince años no es nada. Ni diecisiete. Porque cuando hay una línea abierta de sangre por medio, que une dos almas, ni la distancia de todo un océano ni el tiempo que pasa inexorable, pueden destruir nada. Al contrario. Esa sensación de habernos visto hace dos días, esa calidez, ese cariño mutuo, sólo consigue que la distancia emborrone mis ojos al pensar en ellas y lo difícil que la vida pone la distancia, para que al final, todo resulte como al principio, de nuevo.

Y es entonces, cuando de nuevo la vuelvo a echar en falta. Cuando me gustaría que estuviese aquí conmigo. O estar yo con ella. Cuando maldigo la distancia de la gente que se va, de la gente que regresa. De la gente que pasa por mi corazón abriendo una brecha, a sabiendas de que más adelante huirá. de mi corazón que se abre, consciente también de que luego habrá de sentirse abandonado y abandonará a su vez.

Y en el mismo acto de maldición repito la asunción. Y a menudo me encuentro en la más pura insustancialidad de la contradicción. Porque asumo como natural, y me alegro, esa diferencia, esa distancia, y la acepto tal y como viene. A veces me gustaría no conformarme.