Es cierto. Existen resortes en la vida que
inesperadamente nos hacen cambiar el semblante, el humor. Hoy he visto una
fotografía de un primo al que no he visto en los últimos treinta años. Se me ha roto el ánimo.
Sin fuerza, sin
intensidad, los lagrimones han empezado a recorrer mis mejillas en el mismo
momento que esa fotografía me ha transmitido la herencia familiar, una herencia
que duele menos al ser negada.
Si lo viera por la calle
no lo reconocería. Hace tiempo que renuncié a los porqués, más por evitar un
dolor innecesario que porque estuvieran resueltos.
Y así añadimos a la
herencia familiar nuestro propio enfoque. Y pensamos que es la manera de
mantenernos en la vida, obviamos los recuerdos y la empatía hacia aquellos que
nos han hecho daño. Nos erigimos en plaza fuerte, inexpugnable a aquellos que
no quisieron dejar el pasado atrás.
Y repetimos los errores
que ellos probablemente cometieron. Y más de treinta años después el niño
triste de ojos azules es un hombre triste de ojos azules. Y a mí me da un
vuelco la vida.
¿Y ahora qué?