martes, 31 de marzo de 2009

Ciudades



A día de hoy sigo sin comprender cómo muchas ciudades determinan sus límites. Entiendo la ciudad como cuando de pequeños estudiábamos lengua, es decir, como un sustantivo colectivo, pero con una pequeña diferencia que quizá me haya dado la edad: la ciudad es un ser colectivo, pero ser. Vivo, cambiante, abstracto en su concepto pero de magnitudes concretas, al menos durante un lapso de tiempo, por breve o extenso que éste sea.

Pero las ciudades de mi infancia poseían límites concretos. Eran ciudades del norte, acorraladas por montañas, frenadas en su crecimiento por ellas, o por el mar, único horizonte libre del que disponían. Las montañas definían a los ojos de un niño el límite físico de la ciudad. Montañas por las que la ciudad iba trepando atormentada saliendo de su agujero, hasta que éstas la estrangulaban y, debido a sus pendientes excesivas, y tras una lucha de callejas serpenteantes y bloques descolgados de las laderas, éstas ganaban a la ciudad y le imponían su círculo máximo, de donde la ciudad no podía escapar. Cuando uno había llegado a ese límite era plenamente consciente de ello, la montaña o el mar le decían “Hasta aquí puedes llegar” y volvía a casa contento de haber conquistado el fin del mundo posible.

Ya de más mayor he conocido ciudades donde esto no sucede. Ciudades llanas de interior que terminan donde el hombre decide y planifica su límite. Y así las últimas casas de las barriadas perimetrales miran al campo y al horizonte. Un horizonte despejado, premeditado, equidistante. Ciudades que no se enraízan con el medio físico, que no se baten con él, sino que se asemejan a una alfombra desenrollada sobre la tarima de un piso. Ciudades que me resultan artificiales, que me transmiten tristeza y que, al fin y al cabo no se asoman a ninguna parte. Ni a la línea de costa ni al balcón de las laderas de una montaña. Ciudades creadas sin esfuerzo y con tiralíneas, demasiado ordenadas para mi caos infantil. Estas ciudades me producen una gran ansiedad cuando, paseando por sus arrabales, llego a la última calle, sobrepaso la última construcción y encuentro campo, llanura, horizonte, todo y nada. Y me pregunto ¿Y ahora qué?¿Qué hay más allá? Con las manos en los bolsillos, alzo los hombros resignado, doy media vuelta mirando atrás de vez en cuando por si sólo se trata de una percepción y realmente hay algo más, compruebo que no, y regreso andando, arrastrando los pies, alicaído.

Ciudades en las que no hay lugar para los contrastes, para los sueños, para los tormentos, para los deseos y las tristezas. Ciudades planas de habitantes planos, ciudades ordenadas de habitantes ordenados, donde todo problema se sufre y se resuelve de puertas adentro, donde nada trasciende a la vida pública y todo se escapa entre sus calles sin encontrar laderas que devuelvan el eco, como se escapa el agua entre los dedos, trenzando hilos que desaparecen nada más pasar.

Y de igual manera que el medio físico determina la configuración urbana, la configuración urbana determina en gran medida la personalidad de sus habitantes.

En las ciudades caóticas la vida de sus habitantes resulta compleja. Un torrente rápido, continuo ir y venir tortuoso de sus gentes, alegre y bullicioso. En las ciudades ordenadas la velocidad disminuye, como en el curso bajo de un río, manso, tranquilo, a veces incluso apático, triste.

Ciudades donde cualquier iniciativa cultural resulta artificial, víctima de su espacio, donde la gente no se implica, no lo vive. Ciudades espejo en las que mirarse resulta difícil pero que siempre resultan estéticamente bellas, en contraposición con las ciudades dramáticas, donde todo surge de la implicación de sus habitantes.

lunes, 30 de marzo de 2009

Mina

Mina Mazzini... nada que decir.

Por cierto... ha sacado un nuevo disco "Sulla tua bocca lo dirò"... muy diferente... habrá que volver a escuchar a la tigresa de Cremona





En estos vídeos las canciones que más escucho y me gustan de ella. Sobre todo esta última. Un bacio è troppo poco.


Y cómo no, este versión de Moliendo café que me trae recuerdos de la infancia

lunes, 23 de marzo de 2009

Horizonte




Siempre he considerado la vida mucho más sencilla de lo que pretendemos. Tan sencilla que con mirar a los ojos de un amanecer nos debería bastar. Con observar los buitres en ronda sobre un ternero recién parido. O los cernícalos. Tan sencilla y fácil de comprender desde lo alto del castillo, donde kilómetros de distancia son visibles en derredor de uno. Donde se ven los campos labrados, los ríos, los pantanos, los últimos neveros en las montañas al sol de atardecer en primavera. Tan súmamente sencilla.

La maravilla de la vida es ésa; ella misma; su total independencia de nosotros. El egocentrismo del hombre sobre la naturaleza nos ha hecho perder la perspectiva. Y en lugar de comprender nuestra pequeñez, buscamos darle una significación a nuestra vida, obviando que nuestra vida ya tiene un significado como parte de ella.

Sentarse sobre las ruinas de un torreón del castillo, volcado por el paso del tiempo, apoyar el cayado sobre el hombro y la cabeza sobre éste. Hacer visera con las manos para evitar el sol ya casi horizontal y mirar abajo los pueblos y villas, los pantanos, los árboles y el palacio. Al fondo la ciudad y más allá las montañas que cierran el anillo de nuestro horizonte, tras las que, en breve, se esconderá el sol para que la vida nocturna se inicie más allá de su vista, y la diurna repose.

Entonces todo resulta tan sencillo de comprender. La montaña. Un punto alto desde el que vernos pequeños. Tan nímios como una sombra velada sobre las ruinas de lo que fue. De lo que ya no es. De aquello que, emulado en grabados y tallado en escudos de armas, pretendemos contínuo. Nuestros recuerdos, nuestra memoria. Memoria que no deja de ser un estandarte polvoriento que nunca podremos comprender. Porque nunca estuvimos allí a pesar de que lo idolatremos. Memoria que adaptamos en historias y leyendas, incapaces de interpretar.

Abrir los pulmones al último aire de la tarde. Respirarlo con los ojos cerrados, con la luz del sol atravesando nuestros párpados. Aguzar el oído y el olfato. Abrir esos otros ojos, los de nuestra mente, manteniendo cerrados los corrompidos por la velocidad de esta sociedad que nos arrastra.

No todo empieza y acaba tras los muros de hormigón. Estemos o no, la vida sigue por sus caminos y fluye por los cauces de deshielo que, hoy secos, esperan ansiosos para jugar con la nieve que llegará la próxima semana, de nuevo. Mana en las fuentes para perderse en los mares, lejos, muy lejos de nosotros. Los árboles, los veamos o no, pronto sacarán sus nuevos brotes, posteriormente las flores y luego los frutos para más tarde perder toda vestimenta y quedar desnudos al nuevo invierno que vendrá irremisiblemente.

La vida es mucho más sencilla dentro de su complejidad. Retratada en los surcos de la frente de los hombres de campo. Y los problemas son siempre relativos, a pesar de sus ojos hundidos por el paso del tiempo y el rigor de la intemperie. El mañana también amanecerá fuera de los muros de piedra de la casa y debemos salir a saludarlo, llueva, nieve o truene. Y agradecer y disfrutar de todo lo que nos brinda desde nuestra insignificante posición.

Como ya he dicho antes, no somos sino nuestra sombra velada sobre los muros en ruinas del torreón del castillo.

miércoles, 11 de marzo de 2009

La Lavadora, lo más importante para la emancipación de la mujer


... que no lo digo yo, que lo dice el periódico oficial de la Ciudad del Vaticano.
... que no lo digo yo.

Y una vez dicho esto... a veces se me pasa por la cabeza que los católicos deberían dar un día un golpe de estado en el Vaticano.

Poco más que añadir.

Que viva la lavatriz!!!