lunes, 23 de marzo de 2009

Horizonte




Siempre he considerado la vida mucho más sencilla de lo que pretendemos. Tan sencilla que con mirar a los ojos de un amanecer nos debería bastar. Con observar los buitres en ronda sobre un ternero recién parido. O los cernícalos. Tan sencilla y fácil de comprender desde lo alto del castillo, donde kilómetros de distancia son visibles en derredor de uno. Donde se ven los campos labrados, los ríos, los pantanos, los últimos neveros en las montañas al sol de atardecer en primavera. Tan súmamente sencilla.

La maravilla de la vida es ésa; ella misma; su total independencia de nosotros. El egocentrismo del hombre sobre la naturaleza nos ha hecho perder la perspectiva. Y en lugar de comprender nuestra pequeñez, buscamos darle una significación a nuestra vida, obviando que nuestra vida ya tiene un significado como parte de ella.

Sentarse sobre las ruinas de un torreón del castillo, volcado por el paso del tiempo, apoyar el cayado sobre el hombro y la cabeza sobre éste. Hacer visera con las manos para evitar el sol ya casi horizontal y mirar abajo los pueblos y villas, los pantanos, los árboles y el palacio. Al fondo la ciudad y más allá las montañas que cierran el anillo de nuestro horizonte, tras las que, en breve, se esconderá el sol para que la vida nocturna se inicie más allá de su vista, y la diurna repose.

Entonces todo resulta tan sencillo de comprender. La montaña. Un punto alto desde el que vernos pequeños. Tan nímios como una sombra velada sobre las ruinas de lo que fue. De lo que ya no es. De aquello que, emulado en grabados y tallado en escudos de armas, pretendemos contínuo. Nuestros recuerdos, nuestra memoria. Memoria que no deja de ser un estandarte polvoriento que nunca podremos comprender. Porque nunca estuvimos allí a pesar de que lo idolatremos. Memoria que adaptamos en historias y leyendas, incapaces de interpretar.

Abrir los pulmones al último aire de la tarde. Respirarlo con los ojos cerrados, con la luz del sol atravesando nuestros párpados. Aguzar el oído y el olfato. Abrir esos otros ojos, los de nuestra mente, manteniendo cerrados los corrompidos por la velocidad de esta sociedad que nos arrastra.

No todo empieza y acaba tras los muros de hormigón. Estemos o no, la vida sigue por sus caminos y fluye por los cauces de deshielo que, hoy secos, esperan ansiosos para jugar con la nieve que llegará la próxima semana, de nuevo. Mana en las fuentes para perderse en los mares, lejos, muy lejos de nosotros. Los árboles, los veamos o no, pronto sacarán sus nuevos brotes, posteriormente las flores y luego los frutos para más tarde perder toda vestimenta y quedar desnudos al nuevo invierno que vendrá irremisiblemente.

La vida es mucho más sencilla dentro de su complejidad. Retratada en los surcos de la frente de los hombres de campo. Y los problemas son siempre relativos, a pesar de sus ojos hundidos por el paso del tiempo y el rigor de la intemperie. El mañana también amanecerá fuera de los muros de piedra de la casa y debemos salir a saludarlo, llueva, nieve o truene. Y agradecer y disfrutar de todo lo que nos brinda desde nuestra insignificante posición.

Como ya he dicho antes, no somos sino nuestra sombra velada sobre los muros en ruinas del torreón del castillo.

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